jueves, octubre 29, 2015

La metamorfosis (I)

En octubre de 1915 la revista Die Weißen Blätter publicó este relato y en diciembre salió como libro. Se cumplen, pues, cien años desde la aparición de La metamorfosis de Frank Kafka. En su conmemoración, rescato este texto que se incluyó en 1995 en un volumen titulado Intramuros que coordinó Juan Carlos Rubio Masa para celebrar los veinticinco años del Instituto Suárez de Figueroa de Zafra (págs. 299-301). He hecho levísimos retoques de estilo que no alteran para nada el contenido del cuento, que, a pesar de todo, sigue sin convencerme. Va en tres entregas, tres, en homenaje a una lectura. Es un recuerdo.

«Cuando se despertó aquella mañana después de un sueño intranquilo en el rincón de la habitación en donde la noche anterior había estado gastando mastiafanoso unas caquitas secas se encontró convertido en un monstruoso humano. Estaba tumbado en una postura extraña; sus seis patas espinosas habían desaparecido y se palpó con una de las dos largas extremidades que le nacían ahora por encima de su tronco otras dos aún más largas y gruesas rematadas cada una de ellas en cinco diminutos dedos. Sus mandíbulas cervunas, palpos y antenas habían desaparecido; buscaba las garras de sus tarsos y, tocándose la espalda, sus élitros inexistentes. —¿Qué me ha ocurrido?—, pensó. No era un sueño. La habitación se le ofrecía a los ojos mucho más pequeña que la noche anterior, y los muebles habían disminuido asombrosamente de tamaño. Al moverse, comprobó que podía flexionar su cuerpo con una facilidad extraordinaria y se incorporó elevando su tronco que reposaba ahora sobre el nacimiento de las extremidades inferiores, muelle y carnoso, desprovisto de pelos. Estuvo un rato observando detenidamente desde aquel rincón en el que la noche anterior quedó dormido todos los objetos de aquella estancia, tan familiar siempre por sus diarias incursiones en pos de restos minúsculos, migajas, hojillas o cualquier otro alimento. Sintió una sensación de asfixia, sin duda por el exagerado descenso que había experimentado el techo desde la altura de sus ojos, muy juntos, limitados en su visión lateral. Por el contrario, la superficie de la habitación, incorporado como estaba, se le ofrecía desmesuradamente alejada de su vista. Para atenuar aquella desagradable sensación volvió a tumbarse e intentó moverse reptando por el suelo, mucho más frío de lo acostumbrado, y empezó a aprender a valorar la utilidad de sus nuevas extremidades. El techo volvió a elevarse y se sintió mejor. —¿Qué pasaría —pensó— si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»

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