domingo, julio 29, 2007

Conversación


La mejor manera que tengo de combatir la gana de conversar con alguien de literatura —sí, lo siento, me pasa a veces— es levantarme para buscar un libro de un lector; es decir, una de esas obras que reúnen textos diversos de un novelista, un poeta, un crítico, en los que éstos hablan de sus preferencias o reflexionan sobre un asunto literario.
Intercambiar pareceres sobre la lectura de un libro; charlar sobre qué le pedimos al relato, imaginación o lenguaje, o ambas cosas; criticar a aquellos autores que defienden el carácter ficticio y la fuerza creadora de sus textos y se enfadan porque alguien tiene otra versión sobre los hechos históricos que sirven de base a su creación...; todo —si fuese— lo he sustituido hoy por un rato de lectura de textos antiguos de Roberto Bolaño (1953-2003).
Me he quedado esta tarde un rato con su recomendación rendida del libro de Juan Rodolfo Wilcock La sinagoga de los iconoclastas: “Si quieren reírse, si quieren mejorar su salud, cómprenla, róbenla, pídanla prestada, pero léanla.”, escribió Roberto Bolaño en una de sus columnas periodísticas reunidas, póstumamente, en Entre paréntesis. Ensayos, artículos y discursos (1998-2003), en edición de Ignacio Echevarría (Barcelona, Anagrama, 2004).
Y así, un rato, hablando con Roberto Bolaño, con sus consejos sobre el arte de escribir cuentos. Que si nunca aborde los cuentos de uno en uno, que es mejor de tres en tres, o de cinco en cinco; que si hay que leer a Quiroga, a Felisberto Hernández, a Borges, a Rulfo, a Monterroso; pero nunca, jamás, a Cela ni a Umbral. Que si hay que ser valiente, y que hay que leer a Cortázar, a Bioy Casares, a Marcel Schwob, a Jules Renard. Y a Poe. Y a Chéjov. Que no aborde los cuentos de uno en uno, porque, si no, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte.
Y así hemos estado un rato.

jueves, julio 26, 2007

Ángel Duarte y Fernando Turégano

Por el diario Hoy me enteré ayer de la muerte de Fernando Turégano y de Ángel Duarte. El periódico publicaba una nota de la redacción con el fallecimiento, a los 75 años, de Fernando Turégano en Bruselas el lunes 23, camino de Budapest, en uno de sus viajes en busca de algún acontecimiento cultural, algún concierto. Lo apuntaba Marce Solís en una carta al director de ese mismo periódico: Fernando era “uno de los hombres más cultos que he conocido y a la vez una de las personas más divertidas y amenas.” Por desgracia, le traté poco, coincidimos en alguna ocasión, en el homenaje hace ya más de media docena de años a Jesús Alviz en La Fontana con la presentación de su novela póstuma, El fuego lento del hinojo; y más recientemente, por la publicación del libro de fotografías de Luis Casero y Pepe Higuero Sorprendente Cáceres Sorprendente (Asamblea de Extremadura, 2007), en el que Fernando celebraba la candidatura de Cáceres a Ciudad Europea de la Cultura en 2016 y aunaba la incomparable naturaleza y el patrimonio histórico y monumental de nuestro entorno como valores. Los testimonios de quienes le conocieron —Blanca y Rosa, Diego, Enrique y Paco, de la Filmoteca de Extremadura, también publican en Hoy su recuerdo— me confirman su calidad humana excepcional.
Páginas después del sobresalto por la noticia de la muerte de Fernando Turégano, la crónica sentida de otra pérdida. Y de la mano de un amigo y compañero como Miguel Ángel Melón, sobrino del protagonista. “Ángel Duarte in memoriam, un artículo en la “Tribuna Extremeña” de Hoy. El escultor de Aldeanueva del Camino (1930) fallecía en la ciudad de Sion (Suiza) el domingo 22 de julio. Golpeado por la guerra civil desde niño por el fallecimiento de su madre y de una hermana chica en un bombardeo en 1939, el perfil vital del artista —uno de los componentes del Equipo 57— se me antoja de la dureza de alguno de los materiales utilizados para sus piezas, pero también cercano a esa interactividad como concepto artístico aplicada al carácter y a la humanidad de una persona cuyo lado menos técnico he conocido a través de Miguel Ángel Melón, quien recuerda la necesidad ahora de continuar con el proceso de recuperación de esta obra tan importante y con tanta proyección internacional. Pongo aquí la foto de Vicente Novillo del artista ante la maqueta de su pieza E.4.A.I.B. en la entrada del MEIAC de Badajoz. Se publicó en el número 17, de julio de 2001, de la revista Qazris, como ilustración de un documentado artículo de Javier Cano Ramos sobre Ángel Duarte.
Todos los días el periódico trae demasiadas muertes, demasiadas razones para abatirse. Ayer también.

martes, julio 24, 2007

El escribidor

Le habían dicho que sus novelas eran morosas, que no contaban nada en muchos de sus tramos, que la narración se ralentizaba de una manera que echaría para atrás al lector. Él lo reconocía, sabía que no podía evitar esa especie de incontinencia narrativa que le llevaba a contar no sólo lo ocurrido en una fiesta en casa del protagonista, sino cómo la asistenta limpiaba el salón en el que había tenido lugar la reunión. La ordenada recogida de vasos y ceniceros, la limpieza de las mesas, el afanoso aseo del suelo y de las alfombras le ocupaban, cuando menos, un par de páginas. Para él, la elipsis era un procedimiento remoto.
Un tanto sobre sí, un día decidió hacer de su incapacidad una dedicación, que él quiso nombrar como técnica narrativa. Y a los muchos ejemplos que podrían citarse de sus propios textos inéditos añadió el relato de cómo el ama y la sobrina de don Quijote limpiaron el corral en el que fueron quemados los libros tras el donoso y grande escrutinio en la inmortal novela de Cervantes. Y también escribió tres folios sobre cómo un personaje inventado colocó los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes que quedaron caídos después de que el gitano Melquíades en Cien años de soledad usase sus dos lingotes metálicos. Así pasó casi su vida entera, completando los vacíos voluntarios de las grandes novelas. El caso es que siempre le salían relatos de intendencia, en los que alguien recomponía la escena después de los hechos. Nunca llegó a saber contar qué hizo la nodriza tras pedirle con ojos suplicantes a Madame Bovary un botijo de aguardiente.

domingo, julio 22, 2007

Algarve


Hemos estado unos días en toda la orilla baja de Portugal, y hemos tomado como centro un pequeño núcleo al lado de Tavira. El domingo 15 de Julho compré El País (cuarenta y cinco céntimos de euro más caro que en España, ya que ser suscriptor —de cupones— allí no vale) y el Diário de Notícias con las declaraciones de José Saramago en portada “Portugal acabará por integrar-se na Espanha”. Leí casi toda la entrevista –cuatro páginas del rotativo— ese mismo día en Lagos, donde comimos, y toda la semana he seguido la sección específica abierta por el DN sobre la ‘polémica’ por las declaraciones del autor de O Evangelio segundo Jesus Cristo. Ese mismo día me llamó mi amigo Ángel Campos Pámpano, que estaba en ‘España’, cerca de La Codosera, al lado de ‘Portugal’, y le referí en primicia lo de las declaraciones de Saramago. Noté cierta indolencia en él ante el hecho, como el que vuelve a saber algo ya manido. Para mí Ángel es mi referente ‘portugués’; pero su indiferencia o distancia —y seguro que no soy preciso— no es la mía, y, por eso, me apasioné con la idea ibérica de Saramago. Carmen asentía también cuando comentábamos las declaraciones del Premio Nobel. Es más, Carmen me había dicho días antes que Portugal y España deberían ser la misma ‘cosa’. Lo dijo sin matices, como supongo que lo dijo Saramago, y por ello la polémica.
Hoy, domingo 22 de Julio, El País trae en portada la muerte de Jesús de Polanco y abre Internacional con “La unión de España y Portugal, a debate”, con un texto de Miguel Mora y otro de Miguel Á. Villena, a costa de lo dicho por Saramago hace una semana. Me agrada la idea de hablar sobre Portugal y España, de vivirlas, y tengo amigos que la viven de otra manera. Ojalá no quedase esto en la crónica de una estancia. Que perdure el pensamiento común. En definitiva, la unión la hacemos los que no somos nada.

viernes, julio 13, 2007

Los diez espárragos de Moratín


La ciencia del blasón. Así llama Moratín a la extravagancia de la nobleza, vista en la Inglaterra de sus Apuntaciones... , testimonio de su viaje de septiembre de 1792 a agosto de 1793. Estoy volviendo a mi literatura del siglo XVIII y ha vuelto a mis manos esta alegría de edición de los cuadernos de viaje de Leandro Fernández de Moratín que publicó Ediciones Península en 2003 con un epílogo del poeta Eduardo Jordá.
Un epílogo titulado “Los diez espárragos de Moratín” en el que puede leerse una declaración: “Sé que soy parcial con Moratín: desde aquel día en que empezó a nevar sobre París, ha sido uno de mis escritores favoritos.” Yo también soy parcial, y siempre que leo cosas así, que comparto, me alegro mucho por dedicarme a leer de otra forma la literatura del Setecientos.
Y tan parcial... Acababa yo de mudarme a esta casa en la que vivo cuando el mismísimo Eduardo Jordá , acompañado de Julián Rodríguez, la visitaba por ver si yo tenía algunos libros sobre Moratín hijo. Eduardo tenía que enviar con urgencia un texto como epílogo para una edición de las Apuntaciones sueltas de Inglaterra que iba a publicar Península. No me costó mucho encontrar la caja donde estaban el grueso tomo del Epistolario, el Diario —qué impagable tarea la de René Andioc—, La comedia nueva, todos de Castalia, los Sonetos escogidos, la edición de Belén Tejerina del Viage a Italia... Se sirvió y cumplió con su encomienda. Y recordó Jordá aquel episodio en que Moratín se encontró en una diligencia italiana con un boticario parlanchín que le contaba su vida mientras nuestro escritor se comía diez espárragos.

lunes, julio 09, 2007

Nuevos peces

En las novelas de Galdós —en La desheredada hay un memorable sermón— se mueven con soltura unos personajes preciosos para configurar el universo de este autor mayúsculo. Los ‘peces’. Tengo delante a Manuel María José Pez, el de La de Bringas.
“Cuando hablaba, se le oía con gusto, y él gustaba también de oírse, porque recorría con las miradas el rostro de sus oyentes para sorprender el efecto que en ellos producía. Su lenguaje habíase adaptado al estilo político creado entre nosotros por la Prensa y la tribuna. Nutrido aquel ingenio en las propias fuentes de la amplificación, no acertaba a expresar ningún concepto en términos justos y precisos, sino que los daba siempre por triplicado.”
Lo escribió Galdós en 1884. A pesar de los años, tan familiar, tan común ahora, hoy, ayer, mañana, cuando en la radio hablan los munícipes —tengo uno muy cercano aquí en Cáceres—, los ministros —tenemos uno de los más nuevos y más sabios. Otra vez Manuel María José Pez, que habla:
“Al punto a que han llegado las cosas, amigo don Francisco, es imposible, es muy difícil, es arriesgadísimo aventurar juicio alguno. La revolución de que tantos nos hemos reído, de que tanto nos hemos burlado, de que tanto nos hemos mofado, va avanzando, va minando, va labrando su camino, y lo único que debemos desear, lo único que debemos pedir, es que no se declare verdadera incompatibilidad, verdadera lucha, verdadera guerra a muerte entre esa misma revolución y las instituciones, entre las nuevas ideas y el Trono, entre las reformas indispensables y la persona de Su Majestad.”

domingo, julio 08, 2007

Final de curso

Mañana, noveno día de este mes, daré por terminado este curso académico cuando cierre, vía telemática, el acta de la asignatura de Quinto. Luego acudiré a la secretaría de mi Facultad a entregar una copia firmada en papel, que, todavía, sigue siendo necesaria. También tengo que intervenir en un tribunal extraordinario y que asistir a una reunión de mi departamento. No está mal para ser el último día. Del curso, lo que no significa que empiecen las vacaciones, no.
De un curso extraño. La normalidad la han impuesto los alumnos de Quinto, porque —es lógico— viven una situación que impone ciertas normas y ritos, ciertos constituyentes de género, aunque sólo sea por la aplicación de una de las tres partes convencionales del todo, el desenlace. Responsabilidad, complicidad, afecto... Tercero, sin embargo, ha traído este año la extrañeza. Raro ha sido el día en que el mismo grupo ha seguido las clases, y mis alumnos sólo han ido a visitar mi despacho en las horas de consultas en dos ocasiones, una, para comunicarme que no iban a ir a clase —no recuerdo por qué razón, si hay alguna que no sea por causa mayor—; otra, para pedirme hace pocos días que hiciese en otra fecha el examen de septiembre porque el curso para los del programa Erasmus se inicia en la universidad de acogida muy pronto. Nada más en todo un curso académico.

viernes, julio 06, 2007

Releyendo a Helder

Tengo un vecino especial. Se llama Ricardo, y es director de un hotel que está al lado de casa: el Meliá de Cáceres. Ricardo es portugués, tan cumplido y correcto que me llama “Profesor” —con mayúscula, supongo— cada vez que se dirige a mí o me saluda, en lugar de llamarme por mi nombre. Alguna vez, también me ha llamado “vecino” —en minúscula, como es lógico. Supongo que no le molestará que le llame yo también “vecino”, aunque quizá, creo, lo de “especial” no lo comprenda.
Tengo la poesía portuguesa en el pasillo de casa. En una estantería en la que convive con la literatura hispanoamericana, con la filosofía, con algo de teatro, con una variedad de cosas y con todos los números que tengo —que ya no caben— de mi querida Revista de Estudios Extremeños. Paso ante ella, la poesía portuguesa —la estantería, con otras cumbres extranjeras y cercanas— unas treinta veces diarias. Por dar una cifra, más o menos real. A veces me paro ante ella —la poesía portuguesa, la estantería, con otras cumbres...— atraído por la familiaridad de un lomo, otras por el soplo extraño de no reconocer un título. Ocurre en ocasiones, que pasa el tiempo y nos olvidamos de un libro que tenemos y que reencontramos con alegría al pasar por él, después de treinta idas y venidas. Y esa rareza del aire que nos pregunta por qué y cuándo, dónde y cómo compramos aquel libro.
El otro día retomé La cuchara en la boca, de un poeta portugués grande, Helberto Helder. Creo que fue después del desayuno, ya vestido, camino del dormitorio, para hacer la cama. El libro en español lo publicó Icaria editorial con traducción y nota introductoria de José Luis Puerto en 2001. Dimos cuenta de él en Hablar/Falar de Poesia (núm. 6, de 2002). Y es que La cuchara en la boca apareció en 1961, y fue un libro saludado por otro gran poeta portugués —António Ramos Rosa— como uno de los mejores libros de poesía publicados por aquellos años. Quizá es demasiado el tiempo pasado desde aquella edición original y esta traducción en España. Un lapso irrelevante, sin embargo, para el lector que conozca a través de ésta por vez primera la poesía de la celebración de Helder. La celebración de lo construido, sean casas, sean palabras, sean amores, sean poemas que crecen como un cuerpo. La cuchara en la boca es una imagen de enorme fuerza, del alimento y de la creación que concilia todas aquellas otras imágenes vitales que recorre en su libro el autor como el que nos da un breve tiempo de sueño y de esperanza a los lectores. La boca de Helder se abre para la expresión, en largos poemas, en versículos de hondura, de un ensimismamiento, de una reflexión sobre el yo y la escritura que conecta con la mejor y más alta poesía moderna. Escribe el poeta: “despedirse de los meses es un oficio inquieto”.
Ricardo, el director del Meliá, vecino, y portugués que habla un español de Valladolid —es de Valladolid; diría que nos engaña— me ha prestado esta tarde la Obra poética de Manuel Alegre, la segunda edición en la Dom Quixote de Lisboa. Él no lo sabe, pero me ha hecho un regalo. Y no porque pretenda quedarme con un libro que me ha prestado “hasta la vuelta del verano”, sino porque es muy estimable que alguien te deje un libro sin que tú lo pidas. Las casi novecientas páginas de los libros de poemas de Alegre. Ya estoy leyéndolas.

domingo, julio 01, 2007

Un cuento de invierno


En provincias el plural de ‘función’ es poco usado. Sólo cuando nos llega un espectáculo con un supuesto tirón —más por el vocerío de la fama que por la calidad—, y cuando el Festival de Teatro Clásico, llegamos a las dos representaciones del mismo montaje. Así que ver una buena obra dos días seguidos es un placer raro, por escaso.
Para mí ha sido —viernes y sábado— con el sespiriano Un cuento de invierno de Magüi Mira, sobre la formidable versión de José Sanchis Sinisterra. (Me gustaría mucho conseguir el texto de esta versión para aprender cómo se recrea o se ejecuta una partitura como la obra del inglés. Se ha aprendido, en parte, en TextoEscena, en las sesiones que ha llevado alguien de tanta solvencia como Gonzalo Pontón Gijón). Lo visto dos veces, dos veces magistral.
Y el maravilloso privilegio de ver en Cáceres a un actor como Will Keen, que, con 37 años, ha trabajado con la Royal Shakespeare Company y con Globe Theatre, y ha actuado en los más prestigiosos escenarios españoles, desde el Español hasta el Festival de Almagro... Es un acontecimiento tener el placer de ver interpretar a un actor así, de una escuela distinta a la que forma a los que por aquí pasan. Impresiona.
Sin los elementos escénicos de sus funciones en un teatro como el Albéniz de Madrid, donde estrenaron, lo visto dos veces en Cáceres es de lo mejor que se ha contemplado en el espacio que dispone la Plaza de las Veletas de nuestra ciudad monumental. Tampoco será lo mismo en Almagro, cuando acudan dentro de pocos días para hacer cinco representaciones, del 5 al 9 de julio. El aire libre cacereño podrá imponer renuncias de determinados recursos de escenografía, pero también es verdad que, no para el espectador de aquí, sino para los propios responsables de la compañía, esto debería ser una lección que pone de manifiesto el peso de la interpretación. En este caso, inconmensurable. Lucía Jiménez convence en sus dos papeles, sus dos tiempos, como el tiempo de Carolina Lapausa, que asume los de Mamilio y del Tiempo coral. Jordi Brunet como Antígono y Florisel, también en sus dos tiempos. Y todos los demás, las damas —la gorda, la vieja, la flaca— y en el otro tiempo el hijo bobo del pastor, éste, y Autólico, el "traficante de sábanas".
Los dos tiempos. El viernes, una noche apacible. El sábado, un frío casi de cuento de invierno.